

Mar Hernández
Universale
Barcelona
14.09 – 25.10.23
Text by Ashraf Jamal
Solastalgia – from the Latin, solacium, and the Greek root -algia – expresses an ‘emotional or existential distress caused by environmental change’. Paul Bogard subtitles his book, Solastalgia, ‘An Anthology of emotion in a disappearing world’. A kind of homesickness, the emotion speaks to loss, but also to retention – what is held, what survives – and, as such, need not be understood negatively, or pathologically.
It is in this more optimistic mode and mood that one should consider Mar Hernandez’s interventions in photographs through drawing. Titled ‘Universale’, Hernandez instinctively crosses boundaries, compelling us to consider the psychic, physical, and emotional impact of destruction, especially the destruction of what we consider ‘home’. In Hernandez’s case, what matters is brick and mortar, and the rubric within that generates a personalized space and place – a chair, a table, portraits, a bowl, the stretch of a floor and its human imprint, the silence that clings in a fallout, some loss, be it private, political.
I’m not sure that Hernandez can blithely accept the view of the French Anthropologist, Victor Segalen, that ‘Houses and temples are still tents and platforms, just waiting for the procession to depart’. And neither, I think, would she accept the view of the East German novelist, jenny Erpendeck, that one must embrace ruin, become ‘Homesick for Sadness’. In Hernandez’s artworks, one senses the potency of being in situ, one with the unsettlement. Her art is neither absurd, nor surreal, certainly never cynical. It is not victimhood one senses, but compassion – an umbilical connection, across time and place, and, in the connection, the creation of a new psycho-geography – one that binds loss, dignifies self-belief, accepts the universality of fragility.
The technique is cartographic – a mapping of place – which is overlayed or underscored with more fleshed out realistic detail. One immediately thinks of pentimento, of an x-ray, an archaeology of traces, a choreography of the visible and invisible. That Sigmund Freud should use the archaeological metaphor to describe the unconscious, further amplifies Hernandez’s quest to find, in a strange and estranged home, a psychology of place, the house as a mind, a heart, a soul, which, seemingly evacuated, emptied, nevertheless maintains an auratic and magnetic pathos.
Melancholy is typically assigned to such scenes. Walter Benjamin described Eugene Atget’s desolate photographs as the scenes of a crime. This is true, only in so far as one accepts the precipitation of a cruel violence. Desolation, in and of itself, is not automatically a negative state. One can be empty in order to replenish oneself. A void can be the foundation of a structure. If a ghostly mood appears to pervade Hernandez’s paintings and drawings, this is because history hurts, because one cannot suppose novelty as a solution. One might think one has erased the past, still, it remains legible. This is the lesson of the great post-war Algerian- French philosopher, Jacques Derrida – we return, we are haunted.
In knowing that modern domestic life is profoundly informed by design, that at every turn we are invited to reevaluate our taste, the atmosphere of the home we want to inhabit, including the art we desire for our walls, Hernandez never allows for irony, or cynicism, to infect our passions. A house, for her, remains a sacred place, no matter the fragility of walls, the quaking ground beneath, the shot psyches of its inhabitants. When we look at a work by
Hernandez, one encounters no dark reckoning. Loss in an of itself is not dark – it is inevitable. Knowing this, Hernandez is no fatalist. On the contrary, given the gloom all about us, our anxiety-stricken worlds, perhaps what Hernandez offers us is a beneficent truth, some elegantly composed difficulty.







ESP
Universale
Mar Hernández
por Ashraf Jamal
Solastalgia (del latín solacium y la raíz griega algia) expresa una “angustia emocional o existencial causada por el cambio ambiental”.
Paul Bogard titula su libro, Solastalgia, “una antología de la emoción en un mundo que desaparece”. Una especie de nostalgia, la emoción habla de pérdida, pero también de retención -lo que se mantiene, lo que sobrevive- y, como tal, no tiene por qué entenderse de forma negativa o patológica.
Es en este modo y estado de ánimo más optimista en el que hay que considerar las intervenciones en fotografías mediante dibujo de Mar Hernández. En la exposición titulada Universale, la artista cruza instintivamente las fronteras, obligándonos a considerar el impacto psíquico, físico y emocional de la destrucción, especialmente la de lo que consideramos “hogar”. Lo que le importa es el ladrillo y el mortero, y la huella dentro de aquello que genera un espacio y un lugar personalizados: una silla, una mesa, retratos, un cuenco, el suelo y su huella humana, el silencio que se aferra en una caída, alguna pérdida, ya sea privada o política.
No estoy seguro de que Hernández pueda aceptar sin reparos la opinión del antropólogo francés Victor Segalen de que “las casas y los templos siguen siendo tiendas de campaña y plataformas, a la espera de que parta la procesión”. Y creo que tampoco aceptaría la opinión de la novelista de Alemania del Este, Jenny Erpendeck, de que uno debe abrazar la ruina, convertirse en un “nostálgico de la tristeza”.
En las obras de Hernández se percibe la potencia de estar, in situ, con el desasosiego. Su arte no es absurdo ni surrealista, ni mucho menos cínico. No es victimismo lo que se percibe, sino compasión; una conexión umbilical, a través del tiempo y el lugar, y, en la conexión, la creación de una nueva psicogeografía: una que une la pérdida, dignifica la confianza en uno mismo, acepta la universalidad de la fragilidad.
La técnica es cartográfica -una cartografía del lugar- que se superpone o subraya con detalles realistas más elaborados. Uno piensa inmediatamente en el pentimento, en una radiografía, en una arqueología de las huellas, en una coreografía de lo visible y lo invisible. El hecho de que Sigmund Freud utilizara la metáfora arqueológica para describir el inconsciente, amplifica aún más la búsqueda de la artista para encontrar, en un hogar extraño y distanciado, una psicología del lugar, la casa como una mente, un corazón, un alma que, aparentemente evacuada, vaciada, mantiene sin embargo un pathos aurático y magnético.
La melancolía suele asignarse a este tipo de escenas. Walter Benjamin describió las desoladas fotografías de Eugene Atget como escenas de un crimen. Esto es cierto, sólo en la medida en que se acepte la precipitación de una violencia cruel. La desolación, en sí misma, no es automáticamente un estado negativo. Uno puede estar vacío para reponerse. Un vacío puede ser el cimiento de una estructura.
Si un estado de ánimo fantasmal parece impregnar los cuadros y dibujos de Mar Hernández, es porque la historia duele, porque no se puede suponer la novedad como solución. Podemos pensar que se ha borrado el pasado; pero, aun así, sigue siendo legible. Esta es la lección del gran filósofo argelino-francés de la posguerra, Jacques Derrida: volvemos, nos persiguen.
Al saber que la vida doméstica moderna está profundamente influenciada por el diseño, que a cada paso se nos invita a revaluar nuestro gusto, la atmósfera del hogar que queremos habitar, incluso el arte que deseamos para nuestras paredes, Hernández nunca permite que la ironía, infecten nuestras pasiones. Una casa, para ella, sigue siendo un lugar sagrado, sin importar la fragilidad de las paredes, el temblor del suelo bajo ellas, los disparos a la psique de sus habitantes. Cuando contemplamos una obra suya, no nos encontramos con un oscuro ajuste de cuentas. La pérdida en sí misma no es oscura: es inevitable. Sabiendo esto, Mar Hernández no es fatalista. Al contrario, dada la penumbra que nos rodea, nuestros mundos azotados por la ansiedad, quizá lo que ella nos ofrece es una verdad benéfica, una dificultad presentada de forma elegante.
Solastalgia (del llatí solacium i l’arrel grega àlgia) expressa una “angoixa emocional o existencial causada pel canvi ambiental”.
Paul Bogard titula el seu llibre, Solastalgia, “una antologia de l’emoció en un món que desapareix”. Una espècie de nostàlgia, l’emoció parla de pèrdua, però també de retenció -el que es manté, la qual cosa sobreviu- i, com a tal, no té per què entendre’s de manera negativa o patològica.
És en aquesta manera i estat d’ànim més optimista en el qual cal considerar les intervencions en fotografies mitjançant dibuix de Mar Hernández. En l’exposició titulada Universale, l’artista travessa instintivament les fronteres, obligant-nos a considerar l’impacte psíquic, físic i emocional de la destrucció, especialment la del que considerem “llar”. El que li importa és el maó i el morter, i la petjada dins d’allò que genera un espai i un lloc personalitzats: una cadira, una taula, retrats, un bol, el sòl i la seva petjada humana, el silenci que s’aferra en una caiguda, alguna pèrdua, ja sigui privada o política.
No estic segur que Hernández pugui acceptar sense objeccions l’opinió de l’antropòleg francès Victor Segalen que “les cases i els temples continuen sent tendes de campanya i plataformes, a l’espera que parteixi la processó”. I crec que tampoc acceptaria l’opinió de la novel·lista d’Alemanya de l’Est, Jenny Erpendeck, que un ha d’abraçar la ruïna, convertir-se en un “nostàlgic de la tristesa”.
En les obres d’Hernández es percep la potència d’estar, in situ, amb el desassossec. El seu art no és absurd ni surrealista, ni molt menys cínic. No és victimisme el que es percep, sinó compassió; una connexió umbilical, a través del temps i el lloc, i, en la connexió, la creació
d’una nova psicogeografía: una que uneix la pèrdua, dignifica la confiança en un mateix, accepta la universalitat de la fragilitat.
La tècnica és cartogràfica -una cartografia del lloc- que se superposa o subratlla amb detalls realistes més elaborats. Un pensa immediatament en el pentimento, en una radiografia, en una arqueologia de les petjades, en una coreografia del visible i l’invisible. El fet que Sigmund Freud utilitzés la metàfora arqueològica per a descriure l’inconscient, amplifica encara més la cerca de l’artista per a trobar, en una llar estranya i distanciada, una psicologia del lloc, la casa com una ment, un cor, una ànima que, aparentment evacuada, buidada, manté no obstant això un pathos aurático i magnètic.
La melancolia sol assignar-se a aquesta mena d’escenes. Walter Benjamin va descriure les desolades fotografies de Eugene Atget com a escenes d’un crim. Això és cert, només en la mesura en què s’accepti la precipitació d’una violència cruel. La desolació, en si mateixa, no és automàticament un estat negatiu. Un pot estar buit per a reposar-se. Un buit pot ser el fonament d’una estructura.
Si un estat d’ànim fantasmal sembla impregnar els quadres i dibuixos de Mar Hernández, és perquè la història fa mal, perquè no es pot suposar la novetat com a solució. Podem pensar que s’ha esborrat el passat; però, així i tot, continua sent llegible. Aquesta és la lliçó del gran filòsof algerià-francès de la postguerra, Jacques Derrida: tornem, ens persegueixen.
Al saber que la vida domèstica moderna està profundament influenciada pel disseny, que a cada pas se’ns convida a revaluar el nostre gust, l’atmosfera de la llar que volem habitar, fins i tot l’art que desitgem per a les nostres parets, Hernández mai permet que la ironia, infectin les nostres passions. Una casa, per a ella, continua sent un lloc sagrat, sense importar la fragilitat de les parets, el tremolor del sòl sota elles, els trets a la psique dels seus habitants. Quan contemplem una obra seva, no ens trobem amb un fosc ajust de comptes. La pèrdua en si mateixa no és fosca: és inevitable. Sabent això, Mar Hernández no és fatalista. Al contrari, donada la penombra que ens envolta, els nostres mons assotats per l’ansietat, potser el que ella ens ofereix és una veritat benèfica, una dificultat presentada de manera elegant.